Si nos lo encontráramos por la calle, Steven C. Hayes nos llamaría la atención más por su aspecto un tanto extravagante que por otra cosa. Suele usar trajes de colores claros y de aspecto ancho, como si le quedaran grandes; cuando no, lleva camisas grandes y estampadas de flores al más puro estilo hawaiano –aunque vive en Nevada. En la mano derecha usa un anillo enorme, y, para rematar, es completamente calvo; si se vistiera de negro, luciría como el tío Lucas de Los Locos Adams. No es el aspecto típico de un psicólogo clínico, pero Hayes lo es; en realidad, posiblemente sea el psicólogo clínico más popular hoy en día, y uno de los teóricos más importantes de los últimos treinta años.

Pero no fue así desde el inicio.

En 1978 Steven tuvo un ataque de pánico horroroso, el primero de una larga pesadilla, mientras se encontraba en medio de una discusión en el departamento de psicología de la Universidad de Carolina del Norte. Trató de hablar, pero lo único que pudo hacer fue abrir y cerrar la boca sin emitir sonido alguno, como un pez en un acuario, mientras los demás académicos lo miraban. Tenía 29 años en aquel entonces. Pensó que estaba siendo víctima de un ataque cardíaco.

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Steven C. Hayes, usando la ropa más normal que tiene.

Hayes se había formado como analista de la conducta en la West Virginia University; no era nada raro verlo en los congresos y reuniones de la Association for Behavior Analysis portando una playera roja con un puño y la frase Radical behaviorist! o el texto Save the world with behavior analysis. Posteriormente se interesó en la psicología clínica y tomó una pasantía con David Barlow, quien es conocido por su monumental trabajo en el área de las terapias cognitivo-conductuales, sobre todo en el área del trastorno de pánico. De hecho, Hayes formó parte del primer grupo de residentes de Barlow en la Escuela de Medicina de la Universidad de Brown. También se interesó en la ecología; su primer libro (que no he podido conseguir por ningún lado) se tituló Enviromental problems/behavioral solutions (enviroment and behavior), y fue editado junto con su mentor John D. Cone en 1985.

Pero este no es el lado más impresionante de Hayes.

Siendo un muchacho de California en plena época de hippies y contraculturas, Steven Hayes estuvo en contacto con el Movimiento del Potencial Humano. Este movimiento consideraba que los estados alterados de conciencia y las experiencias trascendentes son constantemente desaprovechados, y que de prestarles atención, el ser humano mejoraría considerablemente su existencia y su calidad de vida. Fue un movimiento poderoso, atractivo, basado en filosofías como el existencialismo y en la psicología humanista que comenzaba a crecer por aquel entonces.

Pero no fue el único movimiento extraño con el que Hayes estuvo experimentando en su juventud. En 1971, un vendedor de autos usados llamado Werner Erhard fundó una organización llamada est (Erhard Seminars Training), dedicada a dar cursos para transformar las vidas de sus asistentes, centrados en el desarrollo personal y profesional. Para 1984 cerca de 700,000 personas habían completado el entrenamiento est. Una de ellas fue el mismo Hayes.

A pesar de participar en ellos, Hayes nunca formó parte totalmente de ambos movimientos, cuyo funcionamiento era más bien parecido al de una secta y nos recuerda a lo que hoy conocemos como coaching. Él mismo reconoce estar avergonzado por los excesos de su juventud. Sin embargo, ambos movimientos jugarían un papel importante en su vida, cuando los ataques de pánico de Hayes, que iniciaron en aquella discusión académica en el 78, comenzaron a empeorar.

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Como en una especie de cliché norteamericano, el padre de Hayes, un exjugador de béisbol semi-profesional, bebía demasiado y solía gritar y pelearse con su esposa. Hayes, que en su infancia era un muchacho muy sensible, recuerda vagamente una escena en la que él estaba escondido debajo de la cama mientras sus progenitores gritaban y su padre arrojaba y rompía cosas. Su primer ataque de pánico, hace cuarenta años, no parecía muy diferente de aquella escena. Bajo el foco de la ciencia psicológica, podríamos aventurarnos a conjeturar que quizá algunas claves ambientales de la escena –como la iluminación, el tono o el contenido de los gritos de su padre- pudieron haber desatado los ataques mucho tiempo después. Pero eso sólo lo sabe Hayes.

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Víctima de un trastorno de pánico, Hayes trató de hacer todas las cosas que había aprendido como terapeuta de conducta y como terapeuta cognitivo conductual: intentó luchar contra la ansiedad, intentó esconderse de la ansiedad, intentó refutar sus pensamientos, intentó pensar en otra cosa, intentó tomar tranquilizantes, y también tomó otro tipo de drogas. Pero el pánico empeoraba y amenazaba la que, hasta entonces, había sido una carrera prometedora. Hayes no podía trabajar o viajar; no podía visitar restaurantes, ir al cine, entrar a un elevador o llamar por teléfono. Llegó al punto de tener un ataque de pánico apenas despertaba.

Y entonces, algo hizo clic en él. Algo relacionado con la meditación y el MPH, pero también con la época en que fue estudiante de Cone y de Barlow. Hayes volvió a la meditación y al MPH, y comenzó a recuperarse. Pero en lugar de convertirse en un gurú o de intentar revivir el movimiento del potencial humano, comprendió que había algo más allá de las técnicas: había que investigar los procesos.

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Durante varias décadas, la práctica basada en evidencia ha sido la reina en psicología clínica: si tenemos evidencia de que un modelo de terapia –por ejemplo, la terapia cognitiva de Beck– funciona mucho mejor que el placebo, y si esa evidencia proviene no sólo de un estudio sino de muchos (y en una diversidad de problemas psicológicos), entonces usamos ese modelo. Funciona. Pero si usted pregunta cómo funciona, se encontrará con una sorpresa: no lo sabemos exactamente, pero alivia la depresión y a veces resulta ser mejor que los fármacos. ¿Para qué quiere saber cómo funciona?

Neil Jacobson quería saber por qué funcionaba la terapia cognitiva de Beck, que es un modelo constituido por tres componentes: la activación conductual, que consiste en planificación de actividades gratificantes, la identificación de distorsiones cognitivas y la posterior discusión de esas distorsiones. El objetivo de Jacobson era encontrar cuál era el que funcionaba, el ingrediente activo de la terapia, por lo que tomó a 150 personas con depresión y las dividió en tres grupos: uno en donde sólo se realizaba sólo la activación conductual, otro en donde se hacía la activación y les enseñaban a reconocer sus distorsiones cognitivas pero no las discutían, y un tercer grupo que recibía el paquete Beck completo. El equipo de Jacobson se sorprendió al encontrar que los tres tratamientos fueron igualmente efectivos, lo que implicaba que, para combatir la depresión, no es necesario identificar ni debatir las distorsiones cognitivas… y esto llevaba a cuestionar la idea de que son las distorsiones cognitivas la causa de la depresión.

La investigación de Jacobson llevó a que los clínicos recuperasen un trabajo del viejo conductista Charles B. Ferster llamado Un análisis funcional de la depresión para desarrollar la terapia de activación conductual para la depresión, una terapia basada en los procesos básicos de aprendizaje que busca ir activando poco a poco a la persona para ayudarle a tomar una dirección valiosa en su vida. Jacobson y su equipo ayudaron a aislar el ingrediente activo de la terapia de Beck, eliminando toda la parafernalia cognitiva y mostrándonos lo que funciona. Esto es lo que Steven Hayes hizo a su vez con la meditación, en una escala mucho mayor.

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La meditación es una práctica oriental muy antigua. Sus supuestos beneficios son alabados incluso hoy; sin embargo, todavía está impregnada de cierto componente místico y religioso que impide que podamos estudiarla como dios manda (?). Pero Hayes, que había salido del infierno en parte gracias a ella, se percató de que la meditación era como una planta medicinal antigua: a veces funcionaba y a veces no, por lo que tenía que aislar su ingrediente activo, hallar el proceso que la hace funcionar, y así poder entenderlo y adecuarlo a cada persona. Y para lograr esto, Hayes y su equipo hallaron la herramienta perfecta en los trabajos de Burrhus F. Skinner.

Hace más de setenta años, Skinner propuso dos tipos de conducta: la conducta gobernada por la contingencia y la conducta gobernada por reglas. La primera se refiere al contacto inmediato con el medio (por ejemplo, un niño que se quema al tocar una olla caliente), mientras que la segunda hace referencia al lenguaje como regulador de la conducta (otro niño al que le han dicho que tenga cuidado con las ollas, aunque nunca se haya quemado): es lo que nos hace tener metas, seguir instrucciones, pensar en el pasado y anticipar el futuro. El lenguaje y el pensamiento son una maravilla, pues nos ayudan a conducirnos con cuidado en situaciones en que la experiencia directa nos podría costar un dedo, una mano, un miembro o la vida (como andar por la calle cuando somos niños); pero tienen un lado negativo: disminuyen el contacto con la experiencia inmediata, y si eso sucede demasiado y aleja a la persona de lo que de verdad es importante, tenemos un problema psicológico. Hayes lo sabía por experiencia. La cuestión era revertir de alguna manera ese fenómeno sin todo el aparejo religioso y místico de la meditación, y en el mismo lenguaje estaba la clave.

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A mediados de los ochenta, Hayes había desarrollado un modelo terapéutico que disminuía el control de la conducta gobernada por reglas para cedérselo a la conducta gobernada por la contingencia, llamado Distanciamiento Integral. El modelo parecía funcionar, pero Hayes quería llegar aún más al fondo, así que se abocó por completo al estudio experimental del lenguaje junto con Aaron J. Brownstein y Dermot Barnes-Holmes. El primero falleció mucho antes de que algo pudiera suceder, pero, con ayuda de Dermot (y un montón de investigadores entusiastas), Hayes logró construir uno de los programas de investigación más apasionantes y prolíficos de la psicología moderna: la teoría de los marcos relacionales.

Descrita en pocas palabras, la teoría entiende al lenguaje como la capacidad de relacionar palabras y eventos; vamos enmarcando objetos, personas y eventos hasta conformar un repertorio de redes monstruosas de estímulos, primero sencillas, después más y más complejas conforme crecemos. Cada vez que nos encontramos con algo y pensamos en ello, incluyéndonos a nosotros mismos, a nuestras emociones y pensamientos, a otras personas y al ambiente, se convierte en parte de esta red relacional elaboradísima. Y según la teoría, una vez que aprendemos a responder relacionalmente no podemos dejar de hacerlo, lo que implica que no podemos dejar de ser verbales, ni dejar de pensar (algo de lo que usted se ha dado cuenta, por supuesto). Pero mediante un proceso llamado transformación de las funciones del estímulo podemos alterar nuestra relación con reglas que, aunque a corto plazo nos benefician, a largo plazo nos encierran poco a poco en un infierno. Mediante una serie de ejercicios, las reglas que estaban regulando nuestro malestar poco a poco pierden su capacidad, hasta convertirse en un especie de ruido de fondo: están ahí pero nos permiten construir nuestra vida de la manera en que queremos. La transformación de las funciones del estímulo es el ingrediente activo de la meditación, y al haberlo despojado de su armazón budista, Hayes nos mostró el camino para poder ajustar la dosis a cualquier persona y a cualquier situación, y así, inaugurar una nueva era en la psicología clínica; quizás, también en toda la psicología. Pero esto último sólo lo sabremos dentro de mucho tiempo.

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Dicen que hay que practicar lo que uno predica. Skinner era un modelo viviente de arreglo ambiental: estudiaba desde temprano y casi no iba al teatro o a conciertos, lo que redundó en su enorme producción bibliográfica. Hayes es más de lo mismo. Después del agujero en el que estuvo metido, hizo de su programa de investigación su modo de vida, lo que, a ojos de sus rivales, le da la fama de monje, de predicador. ¡Pero vaya que funciona! Hayes ha escrito o co-escrito cerca de 700 artículos y unos 60 libros, con uno más programado para salir este septiembre. Con el paso de los años, el modelo del distanciamiento integral se convirtió en la Terapia de Aceptación y Compromiso, la aplicación clínica de la teoría de los marcos relacionales, firmemente basada en centenares de estudios experimentales y miles de ensayos clínicos –literalmente.  Por ello, Hayes es el psicólogo clínico más importante actualmente, además de uno de los teóricos más destacados en la psicología de principios del siglo XXI. Se casó con Jacqueline Pistorello, su tercera esposa, en 2005.

Y ya no sufre de trastorno de pánico.

REFERENCIAS
Bregman, C. (2011). Entrevista con Steven C. Hayes. Revista Argentina de Clínica Psicológica, 20(3), 279-282.
Ferster, C. B. (1973). A functional analysis of depression. American Psychologist, 28(10), 857–870
Jacobson, N., Dobson, K., Truax, P., Addis, M. E., & K. (1996). A component analysis of cognitive-behavioral treatment for depression. Journal of Consulting and Clinical Psychology, 64(2), 295–304.
Hayes, S.C. (2016). The act in context. The canonical papers of Steven C. Hayes. New York: Routledge.
Ramnerö, J. & Törneke, N. (2008). The ABCs of human behavior. Behavioral principles for the practicing clinician. Oakland: New Harbringer.
Zettle, R.D., Hayes, S.C., Barnes-Holmes, D. & Biglan, A. (2016). The Wiley handbook of contextual behavioral science. Sussex: Wiley Blackwell.